La
tradición atribuye unánimemente a Jeremías la colección de las Lamentaciones
que va unida al libro de sus profecías.
Llámanse
Lamentaciones o, según el griego, Trenos, porque expresan en la forma más
conmovedora el amarguísimo dolor del santo profeta por la triste suerte de su
pueblo y la ruina del Templo y de la ciudad de Jerusalén. Fueron compuestas
bajo la impresión de la tremenda catástrofe, inmediatamente después de la caída
de la ciudad (587 a. C.).
Este
pequeño libro pertenece al género de poesía lírico-elegíaco, distinguiéndose,
además, por el orden alfabético de los versos en los capítulos 1-4. Su estilo
es vivo y patético, pero a la vez tierno y compasivo como la voz de una madre
que consuela a sus hijos. No hay en toda la antigüedad obra alguna que pueda
compararse, en cuanto a la intensidad de los sentimientos, con una de estas
elegías inmortales.
En
el canon judío las Lamentaciones formaban parte de los cinco libros (Megillot)
que se leían en ciertas fiestas. La Iglesia no ha encontrado mejor expresión
que ellas para recordar la Pasión de Jesucristo, por lo cual las reza en el
Oficio de Semana Santa. Este sublime grito de dolor y arrepentimiento se
prestaría maravillosamente, como los siete Salmos penitenciales, para
manifestaciones públicas de contrición colectiva, como las que se hacían en
tiempos de mayor fe. Los grandes Obispos S. Ambrosio y S. Carlos Borromeo
promovían especialmente estos actos de penitencia pública que libraron a los
pueblos de grandes calamidades.
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