Homilía del Domingo de Resurrección (B) 08 de Abril del 2012
P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.
Hch 10,34.37-43; S.117; Col 3,1-4; Jn 20,1-9
La
verdad de la resurrección de Cristo es la más importante de nuestra fe.
Incluye otras: la verdad de que Dios existe, la verdad de la Trinidad,
la verdad de que Jesús es el Hijo de Dios hecho hombre, de que ha muerto
por nuestros pecados, de que ha resucitado para nuestra salvación, de
que todo el que cree en Él ha resucitado con Él y vive de Él.
“Porque
me has visto, has creído –dijo a Tomás Jesús en una aparición–.
Dichosos los que crean sin haber visto” (Jn 20,29). Somos nosotros los
que no vieron, pero creemos. Creemos que ha resucitado y que está vivo y
que vive cerca y dentro de nosotros.
Hemos
reflexionado sobre ello cuando hemos meditado los efectos del bautismo.
Hoy lo hacemos de nuevo y con más fuerza: “Ya que ustedes han resucitado con Cristo”;
“sepultados con Él en el bautismo, también con Él ustedes han
resucitado por la fe en la acción de Dios, que le resucitó de entre los
muertos y a ustedes… los vivificó juntamente con él
y nos perdonó todos nuestros delitos” (Col 2,12-13); porque “nosotros
sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida” (1Jn 3,14) y “estando
ya reconciliados, seremos salvos por su vida” (Ro 5,10), ya que “todo el que vive y cree en mí –dice el Señor– no morirá jamás” (Jn 11,26).
Aunque
sea brevemente, meditemos sobre este maravilla de la cercanía más aún
de la presencia de Jesús resucitado en nuestras vidas y en la vida de la
Iglesia. Porque también son palabras suyas: “Donde dos o tres se reúnan
en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mt 18,20) y sobre todo:
“Y sepan que yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin de los
siglos” (Mt 28,20), dichas precisamente tras la resurrección.
Nos
cuesta creer. No nos extrañe. A los dos de Emaús, que llegan
entusiasmados por la aparición de Jesús en su camino y se encuentran con
una comunidad igualmente entusiasta, porque “de verdad que ha
resucitado y se ha aparecido a Simón” (Lc 24,34), sin embargo no les
creyeron (Mc 16,13). Y se les aparece Jesús allí mismo y todavía,
algunos al menos, creen ver un espíritu (Lc 24,37).
No
se trata de fórmulas poéticas. Es verdad que “ha resucitado” y que
también nosotros “hemos resucitado con Cristo”, y que “nuestra vida es
la de Cristo” y que “comemos y bebemos con él después de su resurrección
(Hch 10,41). Él está resucitado en la Eucaristía; él preside nuestras
misas, él ofrece con nosotros su sacrificio por la salvación del mundo;
él inspira y sostiene al Papa y a los obispos y sacerdotes en la
predicación de su palabra; él nos perdona y alimenta en la confesión y
la comunión; él nos inspira y da gusto en la meditación de su mensaje y
escucha, alienta y eleva nuestra oración; él nos da fuerza para
perdonar, para aceptar con humildad y corregir nuestros defectos; él nos
levanta y sostiene para seguir cuando la cruz nos pesa demasiado.
El
Señor nunca está lejos de nosotros. Si su luz y su Espíritu parece que
lo están, es porque nos falta la fe necesaria, como a los discípulos en
aquel día. Les ardía el corazón y no se daban que la causa era que el
Señor iba con ellos y era quien les explicaba las escrituras (v. Lc
24,32). Si tuviéramos fe como un granito de mostaza en que Cristo
resucitado nos acompaña y está en la Iglesia, todo cambiaría para
nosotros. Una vez más recordemos: “El justo vive de la fe” (Ga 3,11).
Juan
es buen ejemplo. Oída la noticia, corriendo fue al sepulcro. Entró tras
Pedro y examinó todo con cuidado. “Vio y creyó”. ¿Qué importancia tiene
Cristo en nuestra vida? ¿Está pendiente de dónde está Cristo, de qué me
pide, de cuál es su voluntad, de qué le gusta que haga? ¿Te das cuenta
del mensaje de las cosas que te pasan en la vida? ¿Le das las gracias
por lo que te anima y estimula para el bien y lo aprovechas? ¿Captas
rápido lo que te desvía de tus buenos propósitos y te esfuerzas por
superarlo?
Punto
fundamental para vivir esta presencia de Cristo resucitado es el de
nuestra conciencia de miembros de la Iglesia. Todas las apariciones de
los evangelios tienen una dimensión eclesial. Se realizan al grupo de
discípulos y creyentes o son para hacer regresar a él a los que se
alejan, como en el caso de los dos de Emaús. Santo Tomás no estaba con
los doce el domingo de resurrección y no tuvo la experiencia de Jesús
resucitado; pero permaneció en el grupo y tuvo la gran suerte del perdón
a su infidelidad y del premio a su permanencia. Quien se separa de la
Iglesia, se separa de Cristo; quien permanece, lo encuentra.
Cristo
es la cabeza y el cuerpo es la Iglesia. El miembro que se separa del
cuerpo de la Iglesia, pierde la vida y se separa de Cristo. Vivamos en
la fe de la Iglesia, en la disciplina de la Iglesia, en el amor a la
Iglesia.
Lo
dicho vale a pesar de que el pecado también esté presente en la
Iglesia. A veces se olvida aquello de San Pedro, de que el Demonio, como
león rugiente, está buscando a quién devorar (1P 5,8). Hasta en el
Paraíso hizo pecar el Demonio a Adán y Eva. Hasta el fin del mundo el
Reino de Dios será semejante a un campo en el que Dios siembra trigo y
el enemigo siembra cizaña (Mt 13,37ss). Pero “el cielo y la tierra
pasarán, pero la palabra de Cristo no pasará” (Mt 24,35) y esta palabra
nos asegura a todos que Cristo “está con sus discípulos hasta el fin de
los siglos” (Mt 28,20) y que “las puertas (el poder) del infierno no
prevalecerán contra la Iglesia” (Mt 16,18).
Cristo
ha resucitado. Hemos resucitado con Cristo. La fe en Cristo resucitado
es la antorcha olímpica que nos ilumina y da vida; la mostramos al mundo
para que también resucite.Fuente:http://formacionpastoralparalaicos.blogspot.com
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