martes, 30 de agosto de 2011

Libros Sapiensales-Proverbios

El libro de los PROVERBIOS reúne varias colecciones de refranes, comparaciones, máximas, enigmas y alegorías, puestas en su mayoría bajo la autoridad de "Salomón, hijo de David, rey de Israel" (1. 1). Tal atribución se debe a que la tradición israelita consideraba a aquel célebre rey como el "sabio" por excelencia. Según el primer libro de los Reyes, él "pronunció tres mil maximas" (1 Rey. 5. 12) y su sabiduría "superaba la de todos los Orientales y toda la sabiduría de Egipto (1Rey 5.10)
 
Dentro de esta amplia gama de géneros literarios, la expresión más frecuente y característica es el aforismo o dicho breve y agudo, que encierra una verdad útil para la vida. En algunos pasajes del libro de los Proverbios -como en otros Libros sapienciales del Antiguo Testamento- se perciben notables influencias de la antigua sabiduría egipcia y oriental, e incluso se encuentran en él varias sentencias de dos sabios extranjeros (30. 1-14; 31. 1-9). Esto pone de manifiesto el aprecio que tenia Israel por aquella sabiduría ancestral y su capacidad para asimilarla creativamente, haciéndola compatible con las exigencias de su propia fe.
 
Una actitud específicamente sapiencial es prestar atención a las advertencias y exhortaciones de los sabios, que son los portadores de una experiencia acumulada a través de los siglos.

El ideal de estos sabios es descubrir y enseñar el arte de vivir bien. Lo que más les preocupa es guiar al individuo hacia la felicidad y el éxito en esta vida. Ningún aspecto de la actividad humana es indigno de su atención. De ahí que las personas de toda condición social encuentren en los Proverbios consejos adecuados a su edad o profesión: reyes, jueces y comerciantes, hombres y mujeres, pobres y ricos, jóvenes y ancianos.
Con frecuencia se alude a las relaciones entre padres e hijos, entre marido y mujer, entre patrones y servidores. Su reflexión se extiende al ámbito religioso, moral, político y social, con el fin de encontrar para cada circunstancia una norma práctica fundada en la sabiduría.

El lector cristiano puede quedar sorprendido por el carácter aparentemente "profano" de la mayor parte de los consejos dados en el libro de los Proverbios, especialmente en las dos colecciones salomónicas(10.1-22.16;25-29).

Pero esta impresión pierde mucho de su fuerza si se tiene en cuenta la totalidad del Libro. Este se abre y se cierra con una alusión al "temor del Señor" ( I . 7; 31. 30), entendido como una actitud a la vez filial y reverencial con respecto a Dios, que no sólo es el Creador del mundo sino también el Dios de la Promesa y de la Alianza. El "temor de Dios", es el principio y la coronación de la sabiduría por la que debe regirse toda la conducta humana.

Los primeros nueve capítulos se leen como una introducción que contiene avisos y enseñanzas generales, mientras los capítulos 10-22, 16 forman un cuerpo de cortas sentencias de Salomón, que versan sobre temas variadísimos, no teniendo conexión unas con otras. A ella se añade un apéndice que trae "las palabras de los sabios" (22, 17-24, 34). Un segundo cuerpo de sentencias salomónicas, compiladas por los varones de Ezequías, se presenta en los capítulos 25-29, a los cuales se agregan tres colecciones: los proverbios de Agur (30, 1-22), los de la madre de Lamuel (31, 1-9) y el elogio de la mujer fuerte (31, 10-31).
El autor del Libro, con excepción de los apéndices, es, según los títulos (1, 1; 10, 1; 25, 1), el rey Salomón, quien en sabiduría no tuvo igual (III Rey. 5, 9 s.), atribuyéndole la Sagrada Escritura "3.000 sentencias y 1.005 canciones" (III Rey. 4, 32). El presente libro de los Proverbios contiene solamente 550, cuarenta de las cuales repetidas casi textualmente.
Los exégetas creen que la última redacción del libro se hizo en tiempos de Esdras.



 

miércoles, 3 de agosto de 2011

Libros Sapiensales-Salmos


Se ha dicho con verdad que los Salmos -para el que les presta la debida atención a fin de llegar a entenderlos- son como un resumen de toda la Biblia: historia y profecía, doctrina y oración. En ellos habla el Espíritu Santo ("qui locutus est per prophetas") por boca de hombres, principalmente de David, y nos enseña lo que hemos de pensar, sentir y querer con respecto a Dios, a los hombres y a la naturaleza, y también nos enseña la conducta que más nos conviene observar en cada circunstancia de la vida.
David es la abeja privilegiada que elabora -o mejor, por cuyo conducto el mismo Espíritu Santo elabora- la miel de la oración por excelencia, e "intercede por nosotros con gemidos inefables" (Rom. 8, 26). Todo lo que pasa por las manos del Real Profeta, dice un santo comentarista, se convierte en oración: afectos y sentimientos; penas y alegrías; aventuras, caídas, persecuciones y triunfos; recuerdos de su vida o la de su pueblo (con el cual el Profeta suele identificarse), y, principalmente, visiones sobre Cristo, "sus pasiones" y "posteriores glorias" (I Pedro 1, 10-12). Profecías de un alcance insospechado por el mismo David; detalles asombrosos de la Pasión, revelados diez siglos antes con la precisión de un Evangelistas; esplendores del triunfo del Mesías y su Reino, la plenitud de la Iglesia, del Israel de Dios: todo, todo sale de su boca y de su arpa, no ya sólo al modo de un canto de ruiseñor que brota espontáneamente como en el caso del poeta clásico(1), sino a manera de olas de un alma que se vuelva, que "derrama su oración", según él mismo lo dice (S. 141, 3), en la presencia paternal de su Dios.
Por eso la belleza de los Salmos es toda pura, como la gracia de los niños, que son tanto más encantadores cuanto menos sospechan que lo son. Este espíritu de David es el que da el tono a sus cantos, de modo que la belleza fluye en ellos de suyo, como una irradiación inseparable de su perfección interior, no pudiendo imaginarse nada más opuesto a toda preocupación retórica, no obstante la estupenda riqueza de las imágenes y la armonía de su lenguaje, a veces onomatopéyico en el hebreo.
La oración del salmista es toda sobrenatural. Dios la produce, como miel divina, en el alma de David, para que con ella nos alimentemos (Prov. 24, 13) y nos endulcemos (S. 118, 103) todos nosotros. Por eso la entrega el santo rey a los levitas, que él mismo ha establecido de nuevo para el servicio del Santuario (II Par. caps. 22-26). Y no ya sólo como un Benito de Nursia que funda sus monjes y los orienta especialmente hacia el culto litúrgico: porque no es una orden particular, es todo el clero lo que David organiza en la elegida nación hebrea, y él mismo elabora la oración con que había de alabar a Dios toda la Iglesia de entonces... y hoy día la Iglesia de Cristo (cf. el magnífico elogio de David en Ecli. 47, principalmente los vv. 9-12). ¿Y qué digo, elabora? ¿Acaso no es él mismo quien lo reza, y lo canta, y hasta lo baila en la fiesta del Arca, inundado de un gozo celestial, al punto de provocar la burla irónica de su esposa la reina? A la cual él contesta, en un gesto mil veces sublime: "¡Delante de Dios que me eligió... y me mandó ser el caudillo de su pueblo Israel, bailaré yo y me humillaré más de lo que he hecho, y seré despreciable a los ojos míos!..." (II Rey. 6, 21 s.).
¿Qué mucho, pues, que Dios, amando a David con una predilección que resulta excepcional aun dentro de la Escritura, pusiese en su corazón los más grandes efluvios de amor con que un alma puede y podrá jamás responder al amor divino? ¿Y cómo no había de ser ésta la oración insuperable, si es la que expresa los mismos afectos que un día habían de brotar de Corazón de Cristo?
Después de esta breve introducción general, pasemos a hacer algunas observaciones de orden técnico.
Divídense los 150 Salmos del Salterio en cinco partes o libros: I Libro, Salmos 1-40; II Libro, 41-71; III Libro, 72-88; IV Libro, 89-105; V Libro, 106-150.
La mayoría de los Salmos llevan un epígrafe, que se refiere al autor, o a las circunstancias de su composición o a la manera de cantarlos. Estos epígrafes, aunque no hayan formado parte del texto primitivo, son antiquísimos; de otro modo no los pondría la versión griega de los Setenta. Según éstos, el principal auto5r del Salterio es David; siendo atribuidos al Real Profeta, en el texto latino, 85 Salmos, 84 en el griego y 73 en el hebreo. A más de David, se mencionan como autores de Salmos: Moisés, Salomón, Asaf, Hemán, Etán y los hijos de Coré. No se puede, pues, razonablemente desestimar la tradición cristiana que llama al libro de los Salmos Salterio de David, porque los demás autores son tan pocos y la tradición en favor de los Salmos davídicos es tan antigua, que con toda razón se puede poner su nombre al frente de toda la colección. En particular no puede negarse el origen davídico de aquellos Salmos que se citan en los libros sagrados expresamente con el nombre de David; así, por ejemplo, los Salmos 2, 15, 17, 109 y otros (Decreto de la Pontificia Comisión Bíblica del 1o. de mayo de 1910).
Huelga decir que el género literario de los Salmos es el poético. La poesía hebrea no cuenta con rima ni con metro en el sentido riguroso de la palabra, aunque sí con cierto ritmo silábico; mas lo que constituye su esencia, es el ritmo de los pensamientos, repitiéndose el mismo pensamiento dos y hasta tres veces. Llámase este sistema simétrico de frases paralelismo de los miembros.
En cuanto al texto latino de los Salmos de la Vulgata (y el Brevario), hay que observar que éste no corresponde a la versión de San Jerónimo, sino a la traducción prejeronimiana tomada de los Setenta, y divulgada principalmente en las Galias, por lo cual recibió la denominación de Psalterium Gallicanum. El doctor Máximo sólo pudo revisar dicha versión en algunas partes, porque estaba introducida ya en la Liturgia.
Recientemente, las investigaciones abnegadas de los exégetas modernos (Zorell, Knabenbauer, Miller, Peters, Wutz, Vaccari), lograron completar la obra de San Jerónimo, reconstruyendo un texto que corresponde en lo más posible al texto hebreo original.
El 24 de marzo de 1945 autorizó el Papa Pío XII para el rezo del Oficio Divino una nueva versión latina hecha por los Profesores del Instituto Bíblico de Roma a base de los textos originales.
http://www.aciprensa.com/Biblia/salmos.htm

Job


Con el libro de Job volvemos a los tiempos patriarcales. Job, un varón justo y temeroso de Dios, está acosado por tribulaciones de tal manera que, humanamente, ya no puede soportarlas. Sin embargo, no pierde la paciencia, sino que resiste a todas las tentaciones de desesperación, guardando la fe en la divina justicia y providencia, aunque no siempre la noticia del amor que Dios nos tiene, y de la bondad que viene de ese amor (I Juan 4, 16) y según la cual no puede sucedernos nada que no sea para nuestro bien. Tal es lo que distingue a este santo varón del Antiguo Testamento, de lo que ha de ser el cristiano.
Inicia el autor sagrado su tema con un prólogo (cap. 1-2), en el cual Satanás obtiene de Dios permiso para poner a prueba la piedad de Job. La parte principal (cap. 3-42, 6) trata, en forma de un triple diálogo entre Job y sus tres amigos, el problema de porqué debe sufrir el hombre y cómo es compatible el dolor de los justos con la justicia de Dios. Ni Job ni sus amigos saben la verdadera razón de los padecimientos, sosteniendo los amigos la idea de que los dolores son consecuencia del pecado, mientras que Job insiste en que no lo tiene.
En el momento crítico interviene Eliú, que hasta entonces había quedado callado, y lleva la cuestión más cerca de su solución definitiva, afirmando que Dios a veces envía las tribulaciones para purificar y acrisolar al hombre.
Al fin aparece Dios mismo, en medio de un huracán, y aclara el problema, condenando los falsos conceptos de los amigos y aprobando a Job, aunque reprendiéndolo también en parte por su empeño en someter a juicio los designios divinos con respecto a él. ¿Acaso no debemos saber que son paternales y por lo tanto misericordiosos? En el epílogo (cap. 42, 7-16) se describe la restitución de Job a su estado anterior.
La historicidad de la persona de Job está atestiguada repetidas veces por textos de la Sagrada Escritura (Ez. 14, 14 y 20; Tob. 2, 12; Sant. 5, 11), que confirman también su gran santidad. Según la versión griega, Job era descendiente de Abraham en quinta generación, y se identificaría con Jobab, segundo rey de Idumea. Pero esta versión se aparta considerablemente del original. De todos modos, es cosa admitida, que Job no pertenecía al pueblo que había de ser escogido, lo cual hace más notable su ejemplo.
El autor inspirado que compuso el poema, reuniendo en forma sumamente artística las tradiciones acerca de Job, vivió en una época, en la cual la literatura religiosa estaba en pleno florecimiento, es decir, antes del cautiverio babilónico. No es de negar que el estilo del libro tiene cierta semejanza con el del profeta Jeremías, por lo cual algunos consideran a éste como autor, aunque está claro que Jeremías es posterior y reproduciría pasajes de Job. Cf. Jer. 12, 1 y Job 21, 7; Jer. 17, 1 y Job 19, 23; Jer. 20, 14-18 y Job 3, 3-10; Jer. 20, 17 y Job 3, 11, etc. Otros lo han atribuido al mismo Job, a Eliú, a Moisés, a Salomón, a Daniel. Ya San Gregorio Magno señala la imposibilidad de establecer el nombre del autor.
Job, cubierto de llagas, insultado por sus amigos, padeciendo sin culpa, y presentando a Dios quejas tan desgarradoras como confiadas, es imagen de Jesucristo, y sólo así podemos descubrir el abismo de este Libro que es una maravillosa prueba de nuestra fe. Porque toda la fuerza de la razón nos lleva a pensar que hay injusticia en la tortura del inocente. Y es Dios mismo quien se declara responsable de esas torturas. Esta prueba nos hace penetrar en el gran misterio de "injusticia" que el amor infinito del Padre consumó a favor nuestro: hacer sufrir al Inocente, por salvar a los culpables. Y el castigado era SU HIJO único!
Las lecciones del Oficio de Difuntos están tomadas totalmente del Libro de Job y comprenden sucesivamente los siguientes pasajes: 7, 16-21; 10, 1-7, 8-12; 13, 22-28; 14, 1-6, 13-16; 17, 1-3, 11-15; 19, 20-27; 10, 18-22.

Fuente: http://www.aciprensa.com